Giacomo Casanova

Antonio Pérez Henares
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El 'playboy' italiano del siglo XVIII

Retrato del aventurero transalpino, obra de Anton Raphael Mengs. - Foto: Personalities

Quizás el viajero más peculiar que tuvo España por el siglo XVIII, un poco antes de la invasión francesa, fue el italiano Casanova. Su apellido nos ha llegado hasta hoy como definición y emblema, con permiso y perdón de don Juan Tenorio, del seductor de profesión, aventurero, libertino, disoluto, voluble y engañador. O sea, lo que se vino luego a llamar un playboy, aunque me parece que ese término está un tanto pasado.

 Giovani Giacomo Casanova de Seingalt, que así se llamaba, fue a nacer en Venecia (la Serenísima República), gran centro de poder, cultura y conspiración del Mediterráneo, en el año 1725. Era hijo de comediantes, su madre era una reconocida actriz y su padre oficial, de ascendencia aragonesa, fue Gaetano Casanova. Lo dejó huérfano a los ocho años, aunque todo indica que el biológico fue un poderoso patricio veneciano que, sin darle su apellido, lo protegió siempre. Giacomo guardó siempre mucho afecto por su progenitora, que le duró mucho más. Dos de sus hermanos fueron pintores de cierta fama aunque no igualaron la de él, que fue grande en su tiempo y no solo por lo que hoy se le conoce. Fue muchas otras cosas: historiador, escritor, violinista, diplomático, agente secreto, jurista, filósofo y, antes de eso, clérigo, aunque se vio obligado, debido a sus aficiones, a colgar los hábitos muy pronto.

 De cómo comenzó aquella apasionada e increíble vida mejor dejo que lo cuente él mismo, pues lo dejó escrito en el extenso libro que conocemos como Memorias de Casanova. Aunque él lo tituló Histoire de ma vie, escrito en francés porque era el idioma de referencia artística, mundana e intelectual: 

«Hasta mi noveno año fui estúpido. Pero tras una hemorragia, de tres meses, me mandaron a Padua, donde me curaron, recibí educación y vestí el traje de abate para probar suerte en Roma. En esta ciudad, la hija de mi profesor de francés fue la causa de que mi protector y empleador, el cardenal Acquaviva (que era el embajador de España ante la Santa Sede), me despidiese. Con 18 años entré al servicio de mi patria y llegué a Constantinopla. Volví al cabo de dos y me dediqué al degradante oficio de violinista... pero esta ocupación no duró mucho, pues uno de los principales nobles venecianos me adoptó como hijo. Así, viajé por Francia, Alemania, fui a Viena...».

 Y a multitud de sitios más. Casanova vivió una vida intensa, plagada de aventuras de todo tipo, siempre salpicadas por los escarceos amorosos. Su obra, casi sin quererlo él mismo, es una suerte de acta notarial, muy bien escrita además, de lo que era aquella sociedad, tanto en sus estratos más poderosos y los salones más deslumbrantes como de la vida del vulgo y hasta en su mas baja y sórdida condición. Sus lances amorosos, 132 aparecen en su narración, no hacen distingos entre linajudas damas o las muchachas de la más humilde condición. En su valioso testimonio, directo y presencial, se atisba el cambio tremendo que se estaba produciendo y que iba a dar lugar a la Revolución Francesa. Él mismo era masón. 

Se codeó con todos los grandes personajes de la época: Rousseau, Voltaire, Mozart... y tuvo entrada en las cortes reales, como la de Luis XIV de Francia y Mademe Pompadour, la de Federico II de Prusia (que llegó a ofrecerle el mando de sus cadetes) y la de Catalina La Grande de Rusia. Incluso trató al que luego sería presidente de EEUU Benjamin Franklin. De ellos y sus entornos escribió, pero también lo hizo de los ambientes y personajes más populares y con la misma agudeza y verosimilitud. Igual sucedió con sus amores, nobles y de la alta burguesía pero también mujeres sencillas, costureras (con una al final de sus años hizo vida marital), sirvientas, bailarinas y algunas de las calles y del más viejo oficio del mundo. Entre sus conquistas resalta una esclava griega y un presunto eunuco, un castrati, al que detectó que era en realidad una mujer, de la que se enamoró, a su efímera manera, claro está, y así resultó ser al final. Se llamaba Teresa y se hacia pasar por hombre castrado para poder cantar en el coro y vivir de ello.

 En sus viajes, misiones de espionaje, devaneos y conspiraciones y hasta algún duelo, sufrió todo tipo de percances y peripecias que le llevaron en más de una ocasión a la cárcel, al exilio y a ver seriamente amenazada su vida. Pero fue logrando salir de ellas y, de hecho, alcanzó la muy apreciable edad de 73 años. Murió en la cama en Suchcov, en Bohemia, en 1798.

 Entre sus periplos no faltó España, donde llegó con la esperanza de obtener un puesto en la administración de Carlos III, aunque no le fue nada bien. Aprovechó para viajar a las ciudades que consideró que no debía dejar de ir, entre ellas a Toledo, a la que dejó reflejada en su autobiografía, pero también a Sevilla y otras urbes y villas andaluzas. Fue muy crítico con la repoblación de suizos y alemanes de Sierra Morena y, sobre todo, se mostró muy molesto por el clericalismo que, a su juicio, empapaba toda la vida del país. No pudo faltar en nuestra nación la aventura amorosa, pero le costó 42 días de cárcel y aún pudo ser peor. Fue en Barcelona donde no se le ocurrió otra cosa que seducir a la esposa del capitán general. Aquello fue en 1768. Cuando logró ser puesto en libertad, a través de las influencias nobiliarias, salió de aquí por pies.

 Casanova narra sus aventuras con un tono de aparente ligereza y cinismo, siempre con inusitado humor, desvergüenza y desfachatez y eso hace que hasta el día de hoy puedan leerse con gusto. El retrato que de él hace quien fuera su amigo y protector, el príncipe Carlos José de Ligne, nos da algunas de las mejores pistas sobre el personaje:

 

«Si no fuera feo habría sido un hombre bien hermoso; es grande, como un Hércules, pero su tez es africana; los ojos son vivaces, llenos de ingenio, es cierto, pero siempre anuncian susceptibilidad, inquietud o resentimiento y eso lo hace parecer un poco feroz, más pronto al enojo que a la alegría. Se ríe poco, pero hace reír a la gente. Tiene una forma de hablar que es como la de un arlequín o Figaro lo que lo hace muy agradable. La destreza de su mente y sus salidas son un extracto de sal ática. Es sensible y agradecido; sin embargo, no le importa, a lo poco que se desagrade, ser mezquino, gruñón y detestable: un millón que le diéramos no pagaría una pequeña broma que le hicimos».

 

 En sus páginas sobre nuestro país destaca su visita a Toledo, de la que dice: 

«El Alcázar es el Louvre de Toledo, el gran palacio real donde vivía el rey de los moros. Su nombre majestuoso no debería tener otra vocal que la reina del alfabeto. Después de esto fuimos a la catedral, digna de ser vista por las riquezas que alberga. He visto el tabernáculo, en el que se lleva en procesión al santo sacramento el día del Corpus, tan pesado que se emplea a treinta hombres para llevarlo».

No dejó de asestar su estocada a los clérigos, a quienes tuvo, y era mutua, una inquina pertinaz.

 «Un canónigo de la catedral, al mostrarme los vasos que contenían las reliquias, me dijo que en uno estaban las treinta monedas que Judas había recibido como precio de la venta de Nuestro Señor; le rogué que me las mostrase y, mirándome hoscamente me dijo que ni el mismo Rey se atrevería a declararle tal curiosidad. Los curas de España son una chusma a la que hay que respetar más que en otras partes». 



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