Imagínese jubilarse a los 20 años, aunque solo sea por unos meses. Pues esa es la realidad que se plantean muchos jóvenes de la llamada generación Z, aquella que corresponde a los nacidos entre 1997 y 2010, que se sienten atrapados en un mundo laboral precario y complejo y observan el futuro con mucha incertidumbre. Esa situación de inseguridad les lleva a plantear darse un respiro en su accidentada trayectoria profesional, a modo de microjubilación, y pactar con ellos mismos un período sabático.
«Se trata de un mecanismo de supervivencia», explica la psicóloga valenciana Valeria Sabater, especialista en trastornos emocionales. «El cerebro no soporta tantas dosis de malestar y busca vías de escape con las que producir dopamina y serotonina», señala la experta, quien ve en esta microjubilación de los jóvenes una manera de preservar el equilibrio mental en un entorno que no ofrece certezas ni personales ni profesionales.
El concepto, acuñado en 2007 por Timothy Ferriss en su libro La semana laboral de 4 horas, ha sido rescatado por las generaciones más jóvenes, sobre todo por quienes se incorporan ahora al mercado laboral. «Terminas la carrera y no encuentras nada o, si trabajas, el salario no da para vivir. Ya que no podemos planificar el futuro, al menos, vivamos el presente», sostiene la bilbaína Nora Lejarza, que se ha subido a la moda de esta corriente.
En 2022, dejó la carrera de Ciencias Políticas y decidió tomarse un año sabático. Desde entonces, ha trabajado en diversos empleos temporales, pero también ha viajado a México, Malawi o Pakistán, entre otros países. Ahora va a emprender un viaje de cuatro meses como marinera en un velero por la costa del Pacífico mientras estudia Sociología en la UNED. «Lo que hago es estudiar medio año y trabajar el otro medio», señala la joven.
Para Sabater, esta elección es comprensible. «En Psicología es muy común hablar de la pirámide de las necesidades humanas de Maslow, que nos recuerda algo tan básico como que la autorrealización llega cuando tienes tus necesidades básicas cubiertas», sostiene la especialista. Es decir, ese segundo escalón que configura la seguridad de unos recursos, de una vivienda y un empleo no se está asentando, lo que produce en los jóvenes «un vacío que impide que puedan sentirse plenos».
«Vivir de esta forma implica sacrificar muchas cosas. A veces no puedes ahorrar mucho dinero y viajar como mochilera también tiene sus dificultades, pero he decidido que, si voy a gastar mi dinero en algo, quiero que sea en experiencias que me enseñen algo nuevo», describe la zaragozana Esperanza Irisarri, una joven de 23 años que desde hace ya un tiempo decidió tomar este estilo de vida.
Irisarri ha viajado por Tailandia, India y Filipinas y ahora está a la espera de otro viaje, esta vez por el continente asiático. «Hay otra forma de trabajar más allá de las cuatro paredes de una oficina y ese horario fijo de ocho horas», señala Irisari.
Un sistema roto
Los jóvenes sienten que el modelo laboral tradicional no se extrapola a su vida actual y que, a pesar de trabajar, no alcanzan la seguridad necesaria para contar con una vida plena. «Ver que todo ese esfuerzo se traduce en salarios precarios y en tener que compartir piso hace que las prioridades de estas generaciones se reformulen y la ambición se desvanezca», aclara la psicóloga, que considera que la cultura del esfuerzo como único camino para el éxito es una idea peligrosa que «debería ser reformulada».
Lejarza coincide en que las expectativas tradicionales ya no se ajustan a la realidad. «Antes era más fácil: conseguías un trabajo fijo, tenías asegurada tu jubilación, los precios eran más asequibles, todo estaba pensado para ese tipo de vida. Pero ese modelo ya no funciona», afirma. «Muchos adultos no entienden que nos están intentando imponer un estilo de vida que pertenece a un sistema roto», sentencia.
La experta señala que muchos jóvenes, incluso los que han logrado estabilidad, viven con la sensación de que pueden perderlo todo de un momento a otro. «La pandemia nos ha marcado mucho. Vivimos lo impensable y ahora cada vez que pasa algo lo creemos como posible. Eso genera incertidumbre y ganas de aprovechar el presente», explica Lejarza, que a lo único que tiene miedo es a darse cuenta de que no ha aprovechado su vida.
Pese a las críticas de ciertos sectores que tildan esta tendencia de irresponsable o narcisista, los expertos rechazan esa lectura simplista. «No es que sean más frágiles, sino que están creciendo en un contexto donde se normaliza cada vez más la precariedad», afirma Sabater.
La microjubilación no implica necesariamente dejar de hacer cosas, sino repensarlas. En muchos casos, supone estudiar otras disciplinas, emprender proyectos personales, cuidar la salud mental o simplemente vivir. «Es normal que las generaciones mayores no entiendan nuestra forma de vivir. A nuestros abuelos también les decían que estaban locos por querer estudiar en lugar de trabajar», señala Nora, quien entiende que estas diferencias no son ni mejores ni peores, simplemente diferentes.
«Suele decirse que la generación de cemento no entiende a la de cristal porque son personas educadas en momentos temporales muy distintos y con sensibilidades opuestas», relata Sabater, quien define a esta primera generación como personas muy estoicas que pueden con todo. «Y, cuando uno se ha pasado la vida reprimiendo lo que duele para poder funcionar, cuesta mucho empatizar con ese joven que prioriza su bienestar», concluye la psicóloga.